Por: Mauricio Jaramillo Jassir
La imagen de Gustavo Petro y Salvatore Mancuso en Córdoba generó reacciones encontradas. En las regiones donde abundan las víctimas de la violencia y se entregaron miles de hectáreas fue interpretada como una señal necesaria de reconciliación. En contraste en los centros de poder despertó repudio entre los políticos de la derecha amplificado por unos medios hegemónicos acostumbrados a la apología de la guerra.
Basta ver el mapa del plebiscito por la paz de 2016 o la elección de 2022 para entender que la paz se ha vuelto un activo de las zonas que han sufrido los peores rigores de la guerra, y esta última sigue siendo un valor reivindicado por las elites regionales, en especial el centro económico, la zona donde más se concentra la riqueza y donde no ha dejado de ser popular la tesis de que la única garantía de la seguridad son las ofensivas militares. Entre más prosperidad, más se niegan las causas objetivas del conflicto. En el colmo de la torpeza o la mala fe, algunos comunicadores acostumbrados a destilar veneno equipararon el intercambio de sombreros entre Petro y Mancuso, con el Pacto de Ralito, aquel consenso de espaldas a la ciudadanía entre el establecimiento político y los paras que derivó en un descuadernado proceso de desmovilización.
No hace falta experticia sobre paz para entender la diferencia entre un pacto secreto que terminó en la decisión de Uribe de 2008 en la que los principales comandantes terminaron extraditados a Estados Unidos para ser juzgados por narcotráfico y lavado de activos, pero no por crímenes de lesa humanidad. El entonces mandatario dejó sin piso la Ley de Justicia y Paz (Ley 975 de 2005 que preveía la desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia) y extraditó la verdad retrasando indefinidamente la posibilidad de su acceso para las víctimas. El apretón de manos y el discurso de Mancuso en el Coliseo Miguel “Happy” Lora de Montería es un acto de contrición, necesario para las víctimas que están en su derecho de otorgar o no el perdón.
No hubo lavado de cara, apología a la violencia o maltrato alguno a los derechos de las víctimas como sí ocurría en el pasado cuando uno de los canales de televisión más poderosos entrevistaba en horario estelar al entonces comandante de las AUC, Carlos Castaño, en plena ofensiva contra el campesinado y cuando todavía se producían las peores masacres de nuestra historia reciente. Increíble que se tenga que explicar que la presencia de Macaco y Mancuso ocurre en un escenario incompleto de postconflicto, mientras que, en el pasado, los políticos alababan a estos comandantes mientras se asesinaba y torturaba a inocentes. No, no es mala fe ni de los medios hegemónicos, ni de los políticos e influenciadores de la derecha que conocen a cabalidad el contexto histórico y el actual. Es, aunque parezca ilógico en una sociedad que ha padecido la guerra, la nostalgia por el paramilitarismo que buena parte de las regiones recuerda con amargura, pero que en los centros de poder añora y recuerda con simpatía. Imposible la paz en un país que se esmera en idealizar la guerra.