Por: Mauricio Jaramillo Jassir
Profesor de la Facultad de Estudios Internacionales, Políticos y Urbanos de la Universidad del Rosario
Preguntan con justa causa si es posible hablar de fascismo hoy en día en el mundo, en América Latina y en Colombia. Los escépticos plantean que resulta imposible, que se trata de una ideología que se convirtió en doctrina de Estado hace más de medio siglo, pero que pereció con la derrota de los países del eje en la Segunda Guerra Mundial. Se cree que reeditar el proyecto que tenía como eje central el corporativismo estatal es poco probable.
Sin embargo, la esencia del fascismo que golpeó a Europa en la primera mitad del siglo XX está reviviendo con fuerza no solo en Europa, por la extrema derecha que sigue ganando espacios, sino en una región donde rara vez fueron significativos los nacionalismos, América Latina. La zona ha sido considerada como la región del mestizaje, noción bastante condescendiente con la masacre a la que fueron sometidos los pueblos indígenas, y que incluso, algunos han catalogado como genocidio. El fascismo renace y su esencia no es el estatismo como equivocadamente se cree, sino la oposición al liberalismo cuyas garantías ponen en riesgo un orden social al que se cree que una nación tiene una especie de derecho natural.
El ascenso de una derecha extrema latinoamericana en los casos de José Antonio Kast, Javier Milei, Jair Bolsonaro y algunos dirigentes del Centro Democrático en Colombia, evidencia un fascismo que es posible en buena medida porque la derecha tecnócrata ha perdido espacios y los ha cedido a discursos radicales que ponen en juego principios básicos de la democracia. Son fascistas porque cumplen al menos tres condiciones: discurso antiderechos, defensa del darwinismo social y anti progresismo que se expresa en un macartismo en ascenso, como el que alguna vez padecieron sectores liberales en Estados Unidos.
El fascismo es, ante todo, contrario al liberalismo, lo que se expresa hoy en día en el discurso en contra de garantías y derechos conseguidos a lo largo de la historia. Derechos sexuales y reproductivos, morir dignamente o el matrimonio igualitario son algunas de las conquistas que corren peligro por cuenta de un fascismo renovado que ve en la ampliación de derechos una extensión caprichosa de deseos, lo anterior refleja una postura contraria al liberalismo. Se dice que el trabajo, la salud y la educación no son derechos, sino una concesión, prejuicio amparado en la absurda presunción de que para ejercer derechos, se debe antes cumplir con los deberes. En el gobierno pasado, Nancy Patricia Gutiérrez (nada más y nada menos que la Alta Consejera para los Derechos Humanos) aseguró que “los derechos humanos solo existen si todos los ciudadanos observamos los deberes que tenemos para ser parte de la sociedad”. Poner en tela de juicio el carácter inherente de los derechos humanos para convertirlos en una suerte de premio por buena conducta, refleja una postura incompatible con la democracia. Incluso algunos sectores de la propia izquierda han adoptado en su lenguaje esta lectura transaccional de derechos, por eso hablan equivocadamente de gratuidad en la salud o en la educación, cuando en realidad se debe hablar de universalidad.
Lo anterior va acompañado de niveles preocupantes de punitivismo que convierten cualquier enfoque social a la inseguridad en un estímulo para la delincuencia. Si el Estado propone asistir a jóvenes con subsidios para que abandonen la ilegalidad, se interpreta como una promoción del delito reducida al prejuicio que dizque el “gobierno paga por matar” y no como compensación por años de ausencia en zonas abandonas a su suerte. Tan absurdo como pensar que los países europeos que entregan un subsidio al desempleo promueven el ocio y premian a quienes no laboran. La misma lógica ha operado con cualquier flexibilización frente a las drogas, eutanasia o aborto. El asomo de liberalización de estos temas significa un gobierno que promueve el consumo de drogas o invita a la muerte, reduccionismo que desconoce la evidencia empírica sobre las injusticias de convertir en delincuentes a personas inocentes que en uso de su libertad ejercen derechos. En marzo de este año, cuando el ministro de justicia presentó un proyecto de ley para humanizar la política criminal y despenalizar el incesto, el periodismo criollo lo terminó interpretando como una apología a la práctica. Juan Lozano en la FM, acorraló a Néstor Osuna luego de una eterna pregunta editorializada y con una evidente carga tendenciosa (de unos 25 segundos) imposible de responder y que terminó dejando la sensación de que se buscaba aprobar una norma que desamparaba a las niñas y niños de Colombia. El formato de interrogatorio hacía inviable cualquier posibilidad de confrontación racional. El intento de esquivar el punitivismo se reduce a alcahuetería con la delincuencia.
De igual forma, el darwinismo social se observa en los discursos que se oponen a cualquier aumento en la participación del Estado en el suministro de servicios que son derechos como la salud o el trabajo. Hace carrera la idea de que el Estado es ineficiente por naturaleza y que cualquier intervención por ejemplo en el mercado laboral, les otorga un derecho inalienable a los empresarios para desquitarse con sus empleados. Sin rubor salen cifras de cuánta gente sería despedida en caso de que se apruebe una reforma que regularice el trabajo, algo que en teoría es un ideal democrático. Llamemos a las cosas por su nombre, se trata de un chantaje. Lo anterior se basa en la idea infundada de que el Estado es ineficiente y corrupto y que, por tanto, debe reducirse a una mínima expresión lo cual cercena toda posibilidad de redistribución. Esto resume el ideal más claro de este darwinismo social cuyos seguidores no tienen ninguna vergüenza en reconocer que la concentración del ingreso es buena y que “nadie se ha muerto” en consecuencia. La única intervención legítima del Estado es cuando se trata de salvar al sector financiero y bancario, el resto es tildado de asistencialismo.
Como si lo anterior fuera poco, y apoyados en las redes sociales, emerge con fuerza el macartismo para hacer expresa la voluntad de proscribir ciertas manifestaciones de izquierda y hacer creer que resultan incompatibles con la democracia. Uno de los momentos más críticos de la democracia estadounidense en la contemporaneidad ocurrió por cuenta de la persecución del senador republicano Joseph McCarthy encargado de perseguir a toda clase de personas con el argumento de que eran comunistas. En las pasadas elecciones aparecieron varias vallas del Centro Democrático (CD) con el mensaje “Por una Colombia libre de comunismo”, lema que recuerda el exterminio de la Unión Patriótica y rememora las doctrinas de contención al comunismo que en el Cono Sur llevaron a las peores violaciones a los derechos humanos de la contemporaneidad en la zona. Políticos del CD tienden a utilizar la categoría comunista como descalificativo y como si estuviera proscrita. Se habla de “izquierdópatas, comunistas sectarios, guerrilleros y terroristas” para referirse a militantes o políticos que atrevan a reivindicarse como progres. En mayo de 2023, Melquisedec Torres, reconocido periodista de Caracol Radio, le respondió a Heidy Sánchez Barreto cabeza de la lista del Pacto Histórico al Concejo “El comunismo quema neuronas, no solo libros”. Enrique Gómez Hurtado líder del renacido Movimiento de Salvación Nacional se refiere a Gloria Inés Ramírez como “comunista, chavista, y por supuesto soporte de las narcoguerrillas de Colombia”. Los ejemplos son incontables. El mensaje es claro, cualquier persona a la que presuman como comunista o progresista no es reconocida como interlocutora, sus argumentos se invalidan y ante el primer desencuentro aparece el descalificativo. Poco a poco, reivindicarse en cualquier matiz de la izquierda se vuelve riesgoso. Podrá el lector imaginar lo que le podría suceder a un político colombiano en caso de que se reivindique como comunista, como ocurre en cualquier democracia plena en América Latina o Europa Occidental.
Nada más riesgoso que subestimar este fascismo en ascenso que ha encontrando en determinados medios, partidos y políticos la posibilidad de amplificar un mensaje a todas luces anti liberal e incompatible con la democracia.