Por: Mauricio Jaramillo Jassir
Profesor de la Universidad del Rosario
@mauricio181212
Nada será lo mismo en Medio Oriente tras el pasado 7 de octubre. Los atentados de Hamás y la respuesta israelí han puesto en evidencia una serie de contradicciones del sistema internacional que, aunque frecuentemente denunciadas, han sido en buena medida ignoradas. Este año arranca con una noticia alentadora al respecto: la iniciativa sudafricana para interponer una acción legal ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ) contra Israel solicitando la emisión de medidas de protección a la población palestina. Se trata del proceso legal más importante desde los Juicios de Nuremberg y Tokio (consecuencia de los crímenes horrendos cometidos en la Segunda Guerra Mundial), pero su relevancia no ha sido apreciada -menos aún analizada- en la esfera occidental. La demanda sudafricana no ha tenido el apoyo de ninguno de los Estados más ricos del mundo (G7), aquellos que suelen atribuirse la virtud de ser los más civilizados (y civilizadores) del globo.
Sudáfrica toma esta iniciativa recogiendo una trayectoria como víctima de la ferocidad del colonialismo y del apartheid. Dolorosa paradoja de la historia: para denunciar a Tel Aviv, Pretoria invoca la Convención de Prevención y Sanción del Delito de Genocidio de 1948, que fue redactada a raíz de la Shoa u Holocausto en la que fueron brutalmente asesinados 6 millones de judíos. En este cruce de caminos de la historia, las autoridades israelíes que le han perdido todo respeto a las víctimas de semejante tragedia no han dudado en invocar todo tipo de teorías delirantes en contra de Sudáfrica, viéndola como un Estado aliado del terrorismo y enemigo del pueblo judío. Es un libreto conocido por quienes aún consideran que tienen un rol natural para colonizar, imponer y hacer desparecer sistemas culturales partiendo de la anacrónica e inhumana teoría de la superioridad de las etnias. Israel se defiende en la CIJ cuando la gobierna el gabinete más radical, supremacista y antiliberal de su historia (elegido antes de los horrendos hechos del 7 de octubre, como para que no queden dudas de que no toda radicalización supremacista es atribuible a Hamás). Por eso, su razonamiento ante la justicia internacional es incompatible con los derechos humanos, y está basado en maniqueísmos y en la demagogia propia del nacionalismo occidental, responsables de las peores guerras en los siglos XIX y XX.
Sudáfrica, a quien Israel no ha dudado en señalar como “brazo jurídico de Hamás”, ha dado la lección de que la única arma para defender la supervivencia de las naciones del Sur Global es el derecho, una idea que confirma de paso el discurso hipócrita de Occidente, que, desde iniciada la ofensiva en Gaza, ha optado por apoyar solapadamente el genocidio a expensas de todos los compromisos contraídos en la posguerra y a partir de los cuales se ha edificado el sistema internacional institucional, con Naciones Unidas a la cabeza. Las naciones del G7 se han confirmado como los principales enemigos de una sociedad internacional donde todas las naciones sean iguales ante la ley. Netanyahu ha sobrepasado los crímenes de Gadafi, Hussein, al-Assad, Amin, Pinochet o Stroessner y no ha dejado de contar con el apoyo expreso del Norte industrializado. Ni siquiera un alto al fuego han apoyado, en un acto de mezquindad que pasará a la historia.
El proceso en la CIJ no supondrá juzgar a los criminales de guerra israelíes ni de Hamás, sino la posibilidad de que ese tribunal obligue a un cese de las operaciones y a tomar medidas que detengan la limpieza étnica y el genocidio. Así lo hizo cuando Gambia denunció a Birmania por el genocidio contra la población rohinyá en 2020.
Buena parte de las personas que en redes sociales opinan sobre el tema se han mostrado justificadamente escépticas respecto a un desenlace favorable para la humanidad (no se trata de Sudáfrica versus Israel, sino del colonialismo versus la autodeterminación de los pueblos). Sin embargo, no es un asunto de agotar todas las instancias para detener la peor tragedia humanitaria desde la Segunda Guerra Mundial y mantener en la agenda internacional un tema que, de no ser por el Sur Global, hubiese sido condenado a la intrascendencia. La Corte dispondrá de un tiempo que nunca será el deseado para tomar una decisión que será relevante pero no definitiva. Aunque urja detener el genocidio, es imposible pensar en una paz duradera si los criminales de guerra no son llevados ante la Corte Penal Internacional. Esta es la revolución más importante del Sur Global en su historia y el pulso más relevante respecto de los Estados más poderosos, habituados a imponer su ley a la fuerza. Es ésta la pugna entre leyes contra fusiles.
Será imposible para el sistema internacional reponerse de una decisión en la CIJ contraria a las reivindicaciones sudafricanas. Quedaría en evidencia que el colonialismo sigue vigente con el agravante de que el derecho está a su favor, vaciado de la lógica en la que todos los actores disponen de las mismas garantías y están en igualdad. Eximir a Israel de su responsabilidad en el genocidio (aunque no sea esto lo que está en juego en la CIJ) significaría el peor revés en la historia de las Naciones Unidas, único espacio internacional donde asoma la igualdad entre naciones. Como ciudadanos del mundo, nos corresponde no cesar de llamar la atención para que se haga justicia y se honre la promesa de la posguerra de que la humanidad impediría cualquier intento por erradicar a un pueblo. El reto es no dejar de hablar sobre Palestina; silenciar para aniquilarla es el objetivo final de un Occidente irremediablemente decadente.