Por: Mauricio Jaramillo Jassir
Uno de los campos de la lucha política son los medios de comunicación. En este mundo de redes sociales y de voluminosos flujos de datos y estadísticas, el control de las narrativas parece uno de los tesoros más preciados que permite mantener el poder. No importa si es Colombia, Gaza, Ucrania o Venezuela, en todos se busca imponer una versión.
Los medios hegemónicos son canales con un poder suficiente para mantener una agenda informativa difícilmente contestable y que, en coyunturas críticas, ha servido para degradar la democracia y los derechos humanos. Así nació el efecto CNN (tema al que ya le dediqué una columna el pasado 24 de septiembre en este medio) en los noventa para describir el grosero manoseo de eso que arbitrariamente se denominó la dizque “opinión pública”. Se trata de un concepto que se da por descontado pero que merece mayor revisión pues suele ser invocado para justificar todo tipo de acciones poco democráticas pero soportadas en una opinión a la que se reconoce como uniforme. Así los medios contribuyeron a la Operación Tormenta del Desierto en 1990 y 1991 que empezó una agresiva campaña en Medio Oriente que se extendió hasta nuestros días, y han mantenido el abyecto discurso de idealización de la guerra.
En Colombia hablar de medios hegemónicos no implica desprecio alguno por su rol ni dudas acerca de su profesionalismo. Se trata solamente de cuestionar un relato que a veces no admite fisuras, voces alternativas o contrarrelatos. En el afán de ampliar la audiencia pasan por alto los contextos y subtextos, en determinados casos las rectificaciones son vistas como signo de debilidad y en los más dramáticos se opta por omitir o no informar con tal de no afectar las relaciones con el establecimiento.
Está semana no fueron pocos los ataques contra RTVC. No hablo de la necesaria controversia sobre su línea editorial, relevancia de programación o enfoque cultural, político e informativo, me refiero a descalificativos por parte de políticos o de medios hegemónicos. En ninguno se deja espacio alguno para la deliberación que permita a esa “opinión pública” acceso a las varias versiones que toda noticia comporta. La semana pasada recibí una llamada de un periodista de La Silla Vacía para hablar sobre mi rol en el sistema de medios. Debí hablar al menos 20 minutos explicando el rol pedagógico de las dos emisiones en las que participo. Hablé sobre la forma en que llegué a RTVC, y la necesidad de espacios pedagógicos sobre política subnacional, nacional e internacional y puse ejemplos de invitados con una línea argumentativa en contravía del actual gobierno o con total independencia. Nada de eso fue incluido, solamente fui textualmente citado para aclarar que no ha habido ninguna interferencia política en mis análisis, sin mencionar ninguna de mis reflexiones sobre mi papel en RTVC apuntando a la pedagogía. Se incluyó, eso sí, una socarrona alusión a que mi hermano es actualmente viceministro de pensiones.
Es sano como necesario controvertir, indagar y cuestionar la gestión del sistema de medios públicos, pero causa extrañeza tanta superficialidad y tan pocos análisis precisos que aclaren con argumentos y ejemplos las acusaciones hasta ahora infundadas sobre un ejercicio de propaganda.
Parecen las retaliaciones de unos medios hegemónicos cuyo papel ha sido puesto en tela de juicio con sobradas razones y que en lugar de confrontar con argumentos han recurrido a la descalificación. Esta insensata moda de agredir y evitar la confrontación desde las ideas es la confirmación sobre la necesidad de un nuevo orden informativo. A esos mensajes que se emiten desde el periodismo ligero y los sectores más reaccionarios de la política respondo de manera individual -pues no puedo ni debo asumir ninguna vocería institucional- reiterando la invitación al debate y a la deliberación, principios fundamentales de una sociedad que aspira a ejercer el derecho a estar informada.