Mauricio Jaramillo Jassir
Profesor de la Facultad de Estudios Internacionales, Políticos y Urbanos de la Universidad del Rosario
@mauricio181212
Por cuenta de la movilización convocada para apoyar las reformas sociales de la administración de Petro se produjo una nueva e innecesaria polémica. Varios comunicadores denunciaron que la llegada de indígenas a Bogotá había sido financiada por el gobierno nacional, lo que derivó en una lluvia de descalificativos por considerarlos “borregos”, expresión recurrente para poner en tela de juicio la convicción de quienes ejercen su derecho a la movilización. De nada valió que los indígenas hubiesen aclarado su autonomía respecto del gobierno para movilizarse.
En medio de las críticas, varios sectores siguen mostrando incapacidad para hacerlo sin recursos a fórmulas clasistas y racistas. Como suele ocurrir en todas las sociedades donde existe un parámetro de exclusión institucionalizado, se suele responder que quien formula las críticas, lo hace desde la necesidad de indagación y controversia, necesarios en la deliberación democrática. Periodistas como Luis Carlos Vélez o Gustavo Gómez, que cayeron en frases de clara connotación racista, parecen ignorar u omitir que existen manifestaciones no siempre expresas. Es decir, no todos se refieren a los afros en los términos despectivos de Luz Fabiola Rubiano contra Francia Márquez. De eso precisamente se trata el racismo y el clasismo estructural. La discriminación por clase o etnia es mucho más profunda cuando se camufla en el discurso y, como decimos los colombianos, “pasa de agache”.
Johan Galtung teórico de la paz, pero quien paradójicamente ha teorizado la violencia, la enmarca en tres tipos: directa, estructural y cultural. La primera es la más obvia y ocurre cuando se ejerce sobre otra persona; la segunda consiste en la privación del bienestar material, dicho de otro modo, hay violencia cuando no hay acceso a agua potable, servicios o a una dignidad material; y la cultural, se mimetiza en códigos de costumbres, religiosos o étnicos. Colombia ejerce sistemáticamente violencia estructural y cultural contra los indígenas cuando los presume como borregos, vendidos, guerrilleros o violentos, prejuicios que pululan cuando ocurren movilizaciones.
El racismo y clasismo consisten en una presunción de que las personas de determinados grupos son culpables hasta que demuestren lo contrario. Afrodescendientes que son esculcados hasta la médula antes de entrar a un bar, o, como dice la canción “Han cogido la cosa” del maestro Jairo Varela, quien contrarrestó desde la salsa ese racismo al que fue sometido: “blanco corriendo atleta, negro corriendo ratero, blanco sin grado doctor y el negrito yerbatero”. La presunción con las marchas es que, cuando participan personas afines al establecimiento, se trata de “ciudadanos de bien” conscientes del deber democrático que se toman las calles de forma legítima y pacífica.
A la manifestación más grande en la historia de Colombia, acudieron 4 millones de personas para protestar contra la guerrilla (un millón de voces contra las FARC) en las principales ciudades y fue motivo de orgullo. Pero cuando convocan sindicatos, organizaciones campesinas, movimientos sociales y organizaciones indígenas no hay presunción de convicción y se parte del lugar común que son mercachifles de causas que se venden al mejor postor. Es tal la presunción de que los indígenas son violentos que hace unos meses cuando llegaron a la Plaza de Bolívar el director de la FM confundió bastones de mando con fusiles. En efecto, el racismo es una forma distorsionada de ver, una miopía que deshumaniza al otro. Así como lo planteó Ava DuVernay en el documental “Así nos ven” para denunciar hasta dónde las presunciones delirantes acaban con la vida de inocentes.
Así fue la interpretación sobre la manifestación en las instalaciones de la Revista Semana que, como la Fundación para la Libertad de Prensa (Flip) reconoció, constituyó un acto intimidante y que debe ser condenado. Aun así, la protesta en términos generales fue pacífica, aunque resta por determinar de qué forma fue violentada una puerta, un hecho sin duda censurable. Políticos como Francisco Santos hicieron un llamado inmediato para sacarlos a la fuerza y Diego Santos, periodista, los llamó “terroristas indígenas” -haciendo innecesario hincapié en su etnia- y otros llegaron a la delirante comparación con el paramilitarismo. Ojalá las AUC se hubiesen limitado a lanzar arengas y tirar puertas y no al uso sistemático de las motosierras.
Vale la pena preguntarse si hay igualdad de condiciones cuando los indígenas o campesinos deciden movilizarse desde el suroccidente para ser escuchados. ¿No están en desventaja quienes por siglos han habitado la periferia y deben atravesar el país para hacerse oír en Bogotá? ¿No le corresponde al Estado desplazarse a esos territorios para escuchar, o al menos, asistir de forma tal que puedan llegar a la sede del gobierno o de los poderes públicos? Se escruta cada peso que reciben las organizaciones sociales para movilizar, pero no se analizan a fondo las razones que han tenido algunas como la Organización Nacional Indígena de Colombia (Onic) o el Consejo Regional Indígenas del Cauca (Cric) para manifestar. Para entender la dimensión de este racismo se sugiere analizar la entrevista del equipo de Luis Carlos Vélez a Jhoe Sauca representante legal del Cric a quien se indagó intensamente por la financiación de la marcha, a pesar de que respondió tres veces de forma clara. Sin embargo, el periodista insistía en que le diera una cifra para responder “¿cuánto vale la marcha?”, pregunta tendenciosa y denigrante que, aun así, el líder indígena respondió con altura (se recolecta dinero y todos contribuyen). Porque todo tiene un precio, al comunicador no le cabe en la cabeza que el único tema no sea el del dinero, importan poco las reivindicaciones de la marcha. Ante al hostigamiento del comunicador, Sauca terminó colgando el teléfono en un acto de dignidad frente a la agresividad que no es nueva en esa “mesa de trabajo”. Imposible concebir un periodismo indagando cuánto costaron las marchas en la plaza Tahrir que acabaron con la autocracia de Hosni Mubarak en el paroxismo de la Primavera Árabe, la movilización de Solidaridad en Polonia contra el régimen prosoviético de Wojciech Jaruzelski o quién financió la inmolación de Jan Palach en la antigua Checoslovaquia. Las preguntas no son quién paga por las marchas, sino por qué un joven checoslovaco de 21 años decide inmolarse prendiéndose fuego y sacrificando su vida, qué lleva a que sindicatos rompan con el establecimiento y a miles en el norte del África a vencer el miedo para exigir cambios. ¿Por qué nadie hizo esas preguntas en las marchas de esta semana? El periodismo no puede renunciar a las preguntas fundamentales.
Valga decir que Gustavo Petro ha sido responsable de la estigmatización de las marchas. En la alocución posterior a las protestas masivas en su contra de mediados de año, calificó a quienes salieron a marchar como arribistas y los equiparó con los esclavistas de 1851. Se equivoca, pues no habla no sólo como cabeza de gobierno, sino del Estado, por tanto, representa la unidad nacional.
El debate sobre las movilizaciones de esta semana debió centrarse en el mensaje de quienes salieron y no en la logística para dejar en el ambiente que la protesta sea un privilegio de clase (o peor aún monopolio). Falla de nuevo el periodismo porque evidencia poca autocrítica y alcahuetea y estimula niveles insólitos de clasismo y racismo. Si algo nos ha enseñado Europa es que, se debe reconocer la exclusión y los propios ciudadanos son autocríticos advirtiendo un problema que está lejos de ser superado. Esta columna no pretende pontificar, ni es escribe desde un pedestal moral, pues todos debemos reconocer haber crecido en medio de una sociedad que ha aceptado el clasismo y el racismo. Somos parte de su normalización, por eso, la autocrítica nos corresponde sin distingo, mejor dicho, “que lance la primera piedra …” Nada retrasa tanto la llegada a una democracia postracial y con igualdad social real como abrigarse en la comodidad de la negación.