Por: Migdalia Arcila-Valenzuela
En 2008 el gobierno de los Estados Unidos decidió retirar el nombre de Nelson Mandela, quien para ese entonces tenia 90 años, de sus listas oficiales de terrorismo (U.S terristis watch lists). El mundialmente celebrado ícono de la igualdad racial y la lucha contra el apartheid, quien ocupó la Presidencia de Sudáfrica de 1994 a 1999, al parecer hizo méritos suficientes para ser catalogado como un terrorista. Su lucha contra la discriminación racial, que ha sido conmemorada con más de 40 estatuas alrededor del mundo, es la misma lucha que le hizo merecedor de un puesto en las listas oficiales de terrorismo.
Aunque no hay una definición universalmente aceptada del término, la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Crimen (UNODC) en su Módulo de Introducción al Terrorismo Internacional define el terrorismo como un “método de coerción que utiliza la violencia, o amenazas de violencia, para generar temor y obtener objetivos políticos o ideológicos.” Posteriormente, en el mismo módulo la UNODC precisa que los ataques terroristas se caracterizan por “una violencia dirigida, inesperadamente, contra víctimas inocentes, lo cual pone presión sobre terceras partes involucradas con el objetivo de hacerlos cambiar de política o posición.” A primera vista, esta es una definición neutral, en principio, cualquier persona u organización podría ser acusada de terrorismo siempre y cuando ejerciése violencia en contra de una población civil para alcanzar sus objetivos.
Sin embargo, Estados Unidos, teniendo el poder económico suficiente para controlar los medios de reproducción ideológica, como el cine, la televisión, los periódicos y las redes sociales, ha monopolizado el uso del término para fustigar con él a sus enemigos políticos. Un claro ejemplo de esto ha sido el cubrimiento que la cadena multinacional de noticias CNN ha hecho del genocidio en Gaza. Sistemáticamente CNN describe las acciones del ejército de ocupación israelí como “ataques,” que son analizados en términos de “tácticas e inteligencia militar.” La plabra “terror” o “terrorismo” no se usa en ninguna ocación asociada con los múltiples bombardeos, torturas y secuestros perpetrados por Israel.
Esta omisión es particularmente interesante dado que tanto CNN como The New York Times y The Guardian –entre otras grandes cadenas de noticias en el mundo– han explicado las acciones de Israel haciendo alusión a la Doctrina Dahiya. Esta es una doctrina adoptada por el ejército israelí tras la guerra de 2006 en Líbano y se define como: “el uso desproporcional y masivo de fuerza militar para atacar deliberadamente población e infraestructura civil.” El nombre de esta doctrina proviene precisamente del intenso bombardeo al que Israel sometió a la población de Dahiya, un suburbio al sur de Beirut, cuyo resultado fue la muerte de más de 1,000 personas, el desplazamiento forzado de otras 900,000 y la destrucción de 30,000 casas.
Más aún, el reporte de la Naciones Unidas acerca del uso de la Doctrina Dahiya en los ataques israelíes a la población de Gaza en 2008 denuncia que esta doctrina “somete deliberadamente a civiles, incluyendo mujeres y niños, a un tratamiento inhumano y degradante con el objetivo de aterrorizarlos, intimidarlos y humillarlos”. Ahora bien, este uso desproporcionado de la violencia para aterrorizar a la población civil y manipular a enemigos políticos no es terrorismo, es “inteligencia militar.”
La forma de hablar y categorizar los actos de violencia tiene un peso fundamental sobre la manera como reaccionamos frente a estos. El uso de palabras como “doctrina” o “estrategia” pretenden ser puramente descriptivos. Cuando una serie de eventos, como el intenso bombardeo isrelí que ahora mismo cae sobre Gaza y Beirut, se nos presentan como parte de un esquema de inteligencia militar, se nos invita con ello a suspender por un momento todo juicio moral. Antes de horrorizarse, se supone que debemos entender cuáles son las causas y los objetivos que definen esta o aquella doctrina. En otras palabras, se nos está invitando a entender, antes de juzgar, ciertas acciones violentas dentro de un contexto más amplio. Por el contrario, cuando un evento se presenta como un ataque terrorista, se espera de nosotros una reacción visceral e inmediata de horror y rechazo. Ante el terror solo podemos cerrar los ojos y estremecernos. Del terror no se habla si no es para condenarlo. El terror no se analiza, se ataca y se elimina.
No es casualidad que la operación Inundación Al-Aqsa del 7 de octubre fuera inmediatamente denominada como un ataque terrorista. A partir de ese momento toda vez que alguien quiera referirse a esta operación debe responder de manera afirmativa a la siguiente pregunta ¿Condena usted a Hamas? Antes que cualquier experto en derechos humanos, historiador o comentarista político puedan analizar las causas, los objetivos y el contexto del ataque, lo primero que se le demanda es que asuma una posición moral de condenación que no admite matices y que convierte los ataques del 7 de Octubre en una aberración más allá de toda comprensión posible.
En el caso del genocidio palestino, el uso parcializado y con claros objetivos políticos del término “terrorismo” ha resultado en la propagación de una retórica racista que ignora el orígen y las particularidades de Hamas así como la historia de ocupación ilegal del territorio palestino. Algunos analistas políticos en Norte América no tardaron en comparar los ataques del 7 de Octubre con el atentado del 11 de Septiembre de 2001, perpetrado por Al-Qaeda en Nueva York. Hamas es una agrupación que nace como resultado de la primera intifada (revuelta civil) de 1987, tiene una base y objetivos territoriales definidos y fue democráticamente elegida como autoridad política en la Franja de Gaza. Al-Qaeda es una agrupación sin base territorial que pretende establecer un Califato universal. Equiparar las dos organizaciones es fruto de una ignorancia deliberada y una clara demostración del racismo que asocia a las poblaciones árabes e islámicas con el terrorismo sin dar lugar a distinción alguna.
El abuso de conceptos como el de terrorismo le ha sido de gran utilidad a los Estados Unidos para manipular nuestras reacciones emocionales y juicios morales, incluso antes de que podamos entender el contexto completo de un determinado evento. No hay ninguna razón por la cual debamos someternos a esta tiranía y monopolización de los conceptos. Abogar por la claridad analítica de los términos con los cuales se describe una coyuntura política es el mínimo de exigencia al que todos tenemos derecho.