Por: Karla Díaz
Hace un par de semanas estaba conversando con mi tutor de la tesis del doctorado sobre mi propuesta de investigación, que está relacionada con la ganadería y la deforestación en la Amazonía. En medio de la charla, me preguntó: ¿y a usted le importa más “el bosque” o la gente? Sin pensarlo mucho respondí: la gente.
Volví a pensar en esta pregunta leyendo la discusión que ha suscitado la jurisdicción agraria. No pretendo aquí sumar argumentos a favor o en contra, pues creo que ya otros lo están haciendo muy bien. Mi intención es examinar los supuestos detrás de las posturas que perciben los derechos territoriales del campesinado en áreas ambientales como una amenaza. Tarea que me resulta no solo más relevante, sino un poco más provocadora.
Para comenzar, es crucial reconocer que el ambientalismo no es un monolito ético, ni un club exclusivo de virtudes, es, por el contrario, un mosaico lleno de contradicciones y matices. Las motivaciones para abrazar causas ambientales son tan variadas como la paleta de paint, siendo atravesadas por nuestra posicionalidad, es decir, por la forma en que la triada clase, género y la construcción colonial de raza han moldeado nuestra historia y con ello, la forma en la que vivimos y representamos el mundo.
Reconocer la heterogeneidad del ambientalismo es un primer paso para formular las preguntas que realmente importan: ¿con quién, para quién y cómo se plantea la protección de la naturaleza? Me gustaría en esta columna abrir un poco el amasijo y reflexionar sobre la forma en la que la colonialidad en el ambientalismo ha marcado la agenda de protección de la Amazonía, y para ello citaré a la representante a la Cámara Julia Miranda:
“El proyecto (de jurisdicción agraria) plantea que todo lo rural es agrario, ignorando el carácter colectivo de los bienes comunes y el derecho ambiental. Esto pone en riesgo la protección del ambiente”, señaló en su cuenta de Twitter.
De entrada, esta afirmación merece ser desmontada; no hay nada más colectivo que el alimento. Los modelos de producción campesina han insistido siempre en su carácter asociativo, solidario y cooperativo. De hecho, hay un gran movimiento que propone considerar los sistemas agroalimentarios en el marco de los bienes comunes.
Esto me lleva a cuestionar este concepto adoptado en este caso, pues según Angelis, los bienes comunes no solo implican una naturaleza no mercantilizada, sino también el reconocimiento del papel de las comunidades en su creación y reproducción. Otros movimientos amplían esta perspectiva al sostener que los bienes comunes son fundamentales para garantizar los derechos de las comunidades, cosa sobre la que los pueblos indígenas han discurrido bastante.
Así que, si la antípoda bienes comunes y derechos de las comunidades no se comprende claramente en este marco, cabe entonces preguntarnos ¿cuáles son los supuestos que trae implícitos este trino?
Creo que la única forma en que tiene sentido es si se reduce lo agrario a la propiedad privada, se equipara el acceso a títulos individuales o colectivos con lógicas mercantiles de apropiación y se considera al campesinado en la Amazonía como un riesgo para la naturaleza.
La Amazonía como paisaje
Estos supuestos son comunes en lógicas coloniales del ambientalismo, las cuales siguen construyendo posturas sobre la idea de una naturaleza prístina, intocable y paisajística, en donde el ser humano es una disrupción del orden natural y por tanto, debe ser erradicado.
Hay también categorías de seres humanos en esta perspectiva, están los que “pertenecen” y los que “no pertenecen”, lo que distingue la postura de este ambientalismo entre el reconocimiento de la territorialidad indígena y campesina en la Amazonía. La categorización de los seres humanos y su designación en los espacios, es una práctica arraigada en nuestro pasado colonial.
Como lo plantea Bluwstein (2021), esta perspectiva de paisaje es un vehículo para borrar discursivamente, representativamente y finalmente, físicamente a la gente de los espacios que ellos llaman hogar.
Territorialidad campesina y la narrativa de la destrucción
Un sector del ambientalismo persiste en asociar la territorialidad campesina con la destrucción ambiental, pese a que la evidencia muestra que la deforestación en la Amazonía está más relacionada con la informalidad y los mercados ilegales de tierras, que brindan un escenario propicio para el acaparamiento, cosas que la jurisdicción agraria podría ayudar a resolver. Además, cabe mencionar que se ha evidenciado que las Zonas de Reserva Campesina (ZRC) tienen mejores resultados en términos de conservación que territorios con alta informalidad.
El campesino invasor
El más profundo de los supuestos está relacionado con la forma en la que se representa al campesinado, quien es visto como un foráneo, un invasor, un ser que no pertenece al lugar y en donde sus formas de producción representan una disrupción del orden natural.
La homogeneización del campesinado es una práctica común, hace poco leí en un artículo en esta misma revista que lo hace: campesinado con ganado = acaparador = destructor ambiental. Esta retórica ya ha sido señalada por Diana Ojeda y Diana Bocarejo (2016) cuando identificaron tres dispositivos para la erradicación del campesinado en la conservación: la construcción narrativa del campesinado como destructor de la naturaleza, como invasor y como daño colateral.
Esta narrativa no es solo un ejercicio de representación, sino una herramienta de control que busca definir quién pertenece al territorio y bajo qué condiciones, obviando otras dinámicas mucho más complejas, como la relación entre ganadería - élites locales y nacionales; familias ganaderas con serios problemas de desnutrición, jornaleros precarizados, o incluso la gente que vive en centros poblados rurales que no tiene vacas y se encuentra en condiciones de pobreza crítica.
Es esta mirada colonial lo que ha llevado a que la agricultura sea catalogada como uno de los principales motores de pérdida de biodiversidad y emisiones, sin poner claramente de manifiesto que se refieren a un modelo agrícola extensivo, acaparador, de revolución verde y eficiencia económica. Obviar estos matices es lo que ha hecho que se diseñen soluciones homogéneas que dictan cómo deben vivir, qué deben producir y cómo deben comportarse los que “no pertenecen”.
Frases como “es necesario cambiar el modelo productivo”, “no más ganadería”, “ya no ganadería extensiva sino silvopastoril”, “hay que fomentar una economía de frutos del bosque”, “lo que se debe implementar es un modelo forestal”, resuenan con una comodidad alarmante.
En conclusión, además de desarrollar argumentos sobre la jurisdicción agraria y su relación con la naturaleza (cosa que es muy relevante), es importante cuestionar los supuestos que subyacen a estos debates y la forma en la que el colonialismo los impacta. Solo así será posible avanzar hacia discusiones ambientales más enraizadas, plurales y socialmente justas.
Referencias:
Bocarejo, D., & Ojeda, D. (2016). Violence and conservation: Beyond unintended consequences and unfortunate coincidences. Geoforum, 69, 176–183. https://doi.org/10.1016/j.geoforum.2015.11.001
Bluwstein, J. (2021). Colonizing landscapes/landscaping colonies: from a global history of landscapism to the contemporary landscape approach in nature conservation. Journal of Political Ecology, 28, 903–927.