Por: Estefanía Ciro
Hay dos tipos de personas: las que saben de la economía de la cocaína y las que no. Estas últimas van explicando todo sobre la violencia y la paz usando eufemismos como el de “rutas”, “carteles”, “narcotráfico” y “mapas criminales”. Aquí abundan las babas diarias escupidas sobre los micrófonos por los periodistas y expertos en Bogotá, y las presentaciones de egos acompañadas de libros y de las lágrimas de cocodrilo de los expresidentes que no quieren dejar de ser presidentes. Los primeros no son tan incautos.
Los campesinos de Nariño, Cauca, Putumayo, Caquetá, Guaviare y Norte de Santander vienen relatando situaciones que dan pistas sobre lo que ocurre desde los años posteriores al post-acuerdo cuando hubo buenos precios de pasta base a lo largo del país que incentivaron los cultivos de coca, por ejemplo cuando se pagaban más de 3.5 millones de pesos por el kilo de pasta. Esto cambió, actualmente hay lugares donde está costando entre 1.5 y 2 millones el kilo, a esto se suma que muchas veredas quebraron por situaciones desatendidas del mercado agrícola, por ejemplo quebró el coco por una plaga en la costa nariñense y la panela en la cordillera no tiene precio. Ahora tampoco hay mercado para la pasta base de coca, lo que tiene sin alternativas de ingresos económicos a extensas regiones del país.
Lo cierto es que si pensamos en el mapa del mercado de la cocaína en el país, tenemos miles de luces blancas que podrían representar todos los trabajaderos artesanales de pasta base. Si pintamos de luces rojas la ubicación de los cristalizaderos - que transforman la pasta base en clorhidrato de cocaína- serían muchas menos. Como un embudo, la ganancia empieza a hacerse en estas luces rojas que están en poder de unos pocos. No es el proletariado - como dice el presidente- porque no reciben un salario y son campesinos, pero sí es la mano de obra explotada de un mercado. Los precios de la pasta base se han movido a lo largo del tiempo operando como un reconfigurador fundamental del territorio y del mercado de la cocaína, distribuyendo esta explotación.
El conflicto armado también fue una guerra económica, una guerra de precios y de economías regionales. El control de esta variable fue la amenaza que el propio Carlos Castaño lanzó cuando afirmó en prensa, después de las marchas campesinas cocaleras, que iría por las “finanzas” y se soltaron los asesinos por el sur del país en alianza con la fuerza pública -un ex miembro de las fuerzas militares decía que en el día se entrenaban en “lucha contra las drogas” en Larandia y en la noche los recogían “los paras”-. En la época del Plan Patriota, guerrilleros de las FARC-EP afirmaron que no entraban compradores a las regiones donde operaban y la gente pasaba serias crisis económicas. La regulación de este mercado aseguraba la estabilidad económica territorial de gran parte del país.
La reincorporación a la vida civil de las FARC-EP tuvo un impacto radical porque estas regulaban el funcionamiento estable y en gran medida menos violento para los campesinos de este mercado, aún con precios relativamente bajos, evitando los movimientos cíclicos críticos del mercado. A pesar de que no había grandes picos de precios, por lo menos los compradores que entraban a las regiones pagaban de forma estable lo que permitía el funcionamiento de la economía regional, en medio de embestidas de la guerra económica paramilitar y la política represiva de drogas que encontraron en el ataque a la economía regional rural un arma de guerra.
Con la salida de las FARC-EP se eliminó este rol de regulador de precios en muchos territorios del país, y se vino con toda su fuerza, represiva y económica, “la mano invisible” del mercado de la cocaína. Los traficantes pudieron subir y bajar precios, cobrar a su gusto y con sus condiciones, incentivando o desincentivando el negocio y reconfigurándolo. Esto está terminando en lo que siempre quiere el mercado, concentración.
¿Qué ha pasado? Tras el incumplimiento en la transformación territorial prometida en los acuerdos y la salida de las FARC-EP de su rol regulador, en varias regiones el campesinado tuvo que desplazarse o acomodarse al hambre, y detrás de ellos vinieron grandes compradores de tierras que, como relatan las víctimas en el Guaviare, vienen acaparando sus desmontes. El fenómeno más importante es que se viene consolidando en varias de las regiones mencionadas lo que podríamos denominar la diferenciación social y económica de los cocaleros: están los pequeños cocaleros y aparece ahora la ¿gran?¿concentrada? propiedad que ha venido absorbiendo a los quebrados o desplazados. Tierra, pasta base y cristalización en unos mismos complejos. Si esta tendencia se consolida y queda en manos de unos pocos, la participación de los pequeños campesinos cocaleros en el mercado quedará mermada. Esto no descarta que haya también iniciativas de emprendimiento campesinas que en una clase magistral, en unos ejemplos específicos, nos están enseñando qué significa organizarse en el mercado.
Woody Guthrie fue un trovador estadounidense que escribió una única novela “Una casa de tierra” donde relata la vida de una pareja de campesinos en tierra alquilada que viven de ofrecer casas construidas en tierra- un programa del departamento de Agricultura- pero a su vez están aplastados por grandes conglomerados y bancos en medio de tormentas de arena que acababan todo a su paso. Así se configuró la agroindustria moderna en Estados Unidos, a través del despojo, el hambre y el campesino sin futuro. En un momento, el hombre le canta a su mujer,
¡Bien, ya no cultivan caña a lo largo del río!
¡No, el arado ya no abre surcos en esta tierra!
Pero este suelo debería ser enormemente rico, muchachos:
¡hay un hombre muerto en mitad de cada surco!
Los que sí saben de economía de la coca comentan todo esto en sus veredas, en sus asambleas, en sus parcelas, en las fondas, la fiesta del fin de semana o en la línea que los mueve entre trochas, y saben que la regulación no se juega en el congreso sino en el día a día, lo que les ha costado y donde se disputa, como dije en mi libro, lo que significa la economía política de una revolución. Tienen sus muertos y tienen la seguridad de que esto no se resuelve de nuevo en una oficina, un micrófono o un cóctel de expertos en Bogotá.