Por: Edna Yiced Martínez
El calentamiento global está obligando a la humanidad a tomar acciones para mitigar sus efectos económicos, sociales, ambientales y políticos. En el acuerdo de París (2015), 169 países se comprometieron a realizar acciones para reducir la temperatura del planeta en 2,0 grados entre el 2030 y 2050. Una de las bases de ese acuerdo y de las respectivas COP es la reducción de la emisión de partículas contaminantes y de gases efecto invernadero, en particular de CO2 y metano, causados por actividad industrial, el transporte y el consumo doméstico. Uno de los objetivos inmediatos es reducir el consumo de combustibles de origen fósil e hidrocarburos como el petróleo, carbón, gas y sus derivados, haciendo una transición energética para descarbonificar y diversificar la matriz energética y lograr “una transformación económica y social, basada en la mejor ciencia disponible” (COP 21, 2016). Pero los objetivos y metodologías de las COP, los múltiples acuerdos climáticos y los pilares y estrategias para la transformación energética son objeto de debates que se podrían clasificar en tres ejes.
El primero sobre las responsabilidades y los efectos del calentamiento global. Los países del sur señalan a los países industrializados de la crisis climática y exigen compensaciones por los efectos en poblaciones y economías. Inundaciones, sequías, huracanes y subida de los niveles del mar son algunos de los efectos visibles del aumento de la temperatura de la tierra en los países del sur. Estos fenómenos han impactado fuertemente a millones de personas generando cientos de miles de muertes y desplazamientos. El cambio climático impacta la producción de alimentos e incrementa los índices de desnutrición y problemas de salud, sobre todo en las poblaciones más vulnerables, entre ellas las poblaciones indígenas, afrodescendientes (ONU, 2022).
El segundo eje se podría denominar “la disputa por las oportunidades de desarrollo”. Muchos gobiernos del sur cuestionan la agenda de transición energética porque la consideran enmarcada en una lógica colonialista, desde la cual se pretende privar a países pobres de los recursos y oportunidades que los países industrializados usaron para logar sus niveles de desarrollo y bienestar. Indican además que al no ser grandes emisores de CO2 y otros gases contaminantes no es “justo” exigirles a ellos asumir los costos de la pérdida de oportunidades de la descarbonización, y consideran que la agenda de transición profundiza desiguales existentes en el acceso a capital y tecnologías. También proponen la creación de herramientas financieras favorables para luchar contra el calentamiento global e implementar una agenda de beneficios para la protección ambiental.
El tercer eje son los conflictos sociales, ambientales y políticos, y la preocupación por una nueva ola extractivista. Las nuevas tecnologías para la transición requieren inmensas extensiones de tierras para el desarrollo de parques eólicos, granjas solares y la producción combustible de origen vegetal. También se intensificará la explotación de los minerales tradicionales como el hierro y acero, y se acrecienta la competencia por los minerales críticos o estratégicos para la producción de paneles y baterías solares, autos y baterías eléctricas, y las hélices, sin mencionar que la producción de hidrógeno verde requiere enormes cantidades de agua dulce en un contexto donde millones de seres humanos no tienen acceso a agua potable.
Estos debates no sólo se desarrollan entre Estados y Gobiernos, también tiene eco al interior de los países. Muchos de los proyectos de generación de energías renovables y los materiales para desarrollar las nuevas tecnologías están en territorios que padecen los efectos del colonialismo o de políticas extractivistas, o en territorios ancestrales de poblaciones nativas, indígenas, afrodescendientes, o en zonas campesinas o reserva ecológica, lo que hace prever una alta conflictividad social y ambiental. Por otro lado, la agenda de la transición puede reproducir y reforzar desigualdades en el acceso a recursos técnicos, tecnológicos, financieros, gubernamentales o empresariales, ya que la información, los negocios y los beneficios de la transición energética están siendo monopolizados por un grupo de países y sectores tradicionalmente poderosos.
Con el objetivo de mitigar los efectos negativos y la profundización de desigualdades socio-económicas se ha acuñado el concepto “transición energética justa”. Esta ha sido definida como un proceso gradual de diversificación de la matriz energética para garantizar la soberanía y la confiabilidad en el acceso a la energía. Este proceso tiene un carácter participativo, social y vinculante (MinMinas, 2023). La OIT señala que la transición justa es un proceso de búsqueda de justicia económica y del mayor nivel posible de inclusión para todos los interesados, creando oportunidades de trabajo decente y sin dejar a nadie relegado (OIT, 2022).
Pero desde una perspectiva crítica habría que entender y atender la crisis climática y la transición en conexión con la marginalización, pobreza, racismo y exclusión que el colonialismo y el capitalismo han creado. De esa forma, así como no es casual que el calentamiento global afecte más a los pobres y comunidades racializadas en el sur global, tampoco lo es que el acceso a la energía, esté determinado por características socio-económicas, étnicas, de género y generación. En ese sentido, atendiendo a las nuevas dinámicas del sector energético y la búsqueda por justicia social, ambiental y energética, las apuestas para la transición no deben ser sólo a diversificar la matriz y reducir los costos de la producción de energía. Se debe lograr también la agencia colectiva, la pluralidad de actores en el mercado, en donde a través de diferentes formatos como las comunidades energéticas, las redes multimodales, se consolide la figura de los prosumidores, promoviendo autonomía, autogestión, resiliencia y soberanía.
Pero, más allá del componente retórico, ¿cuáles serían los elementos y condiciones necesarias para que esos criterios y objetivos se materialicen en territorios de poblaciones que han sido víctimas marginalizadas de la modernidad y modernización de América Latina?, ¿Cómo fortalecer las capacidades de las poblaciones para que se beneficien de la coyuntura y de la dependencia que el mundo tiene de nuevas fuentes energéticas?
En ese orden de ideas y en el marco del escenario de la transición energética justa, la comunidad académica, activista y el gobierno en cabeza de los Ministerios de Minas y Energía y Ciencias, deben impulsar la investigación sobre los siguientes aspectos: a) cómo y por qué la transición energética es un escenario de potenciales conflictos, pero también de posibilidades y oportunidades para los territorios y las comunidades ii) qué implican en la práctica y con una perspectiva social y territorial los conceptos de justicia ambiental, justicia climática y transición energética justa; iii) establecer una posible ruta metodológica para diagnosticar los activos de los territorios en relación a las energías renovables y, iv) fortalecer las capacidad de negociación de las comunidades como proveedores de materiales y prosumidores en relación a los mercados de energía.
Estos enfoques ayudan a prevenir y mitigar los efectos de la competencia voraz que a nivel global ha empezado por recursos energéticos renovables. Al mismo tiempo, nos darán la posibilidad de salir de la función histórica que el norte global nos ha asignado como simples proveedores de materias primas y mano de obra barata, y serán la base para una transición energética lo más justa posible dentro de las lógicas del capitalismo.