Los think tanks surgieron en la Segunda Guerra Mundial como espacios de estrategia militar, pero con el tiempo se convirtieron en herramientas ideológicas al servicio del libre mercado. Ejemplos como la Heritage Foundation muestran cómo estas instituciones influyen en políticas globales bajo conceptos como “libertad” y “civilización”, que esconden agendas neoliberales.
Por: Consuelo Pardo
Análisis especial para la Revista RAYA
Durante la Segunda Guerra Mundial, los think tanks eran recintos cerrados donde militares y analistas discutían estrategias de combate. Por eso no es difícil creer que el término haya sido usado por primera vez para describir a la Corporación RAND, cuando asumió la investigación en las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos.
El término think tank sugiere una plasticidad peculiar que, sin embargo, encaja bien en la mentalidad militar, que es la primera en aceptar la metáfora. Se olvida que think tank es solo una imagen, concretada únicamente por su apariencia, mientras su contenido, el pensamiento, recibe un material de naturaleza. Así, puedes imaginarte como blindado y capaz de moverse por cualquier terreno del campo de batalla.
Aunque imperfecta, esta imagen satisface al belicista: las ideas dejan de percibirse como un mero entretenimiento para débiles o neuróticos y adquieren el estatus de tecnología de guerra, respaldada por el trabajo de científicos, académicos e industriales. Sin embargo, si el think tank se entiende como una metáfora de algo cuya materia es abstracta, también podría invertirse la idea: el pensamiento es, en realidad, el blindaje, la coraza de un tanque inmaterial pero poderoso que puede cruzar por el territorio del enemigo.Esta figura retórica, además, resulta efectiva para convencer a los humanistas. Invocar el “pensamiento” permite defender cualquier postura, apoyándose en la moral implícita en la palabra.
¿No es este el principio ideológico de instituciones defensoras del libre mercado como la Heritage Foundation? Fundada en 1973 como baluarte del neoliberalismo, este think tank norteamericano se presenta como una asociación “de investigación y educación” que, bajo esa apariencia, “comercializa los hallazgos” de su tarea académica, ejerciendo influencia ideológica o, cuando es necesario, participando directamente. en la guerra mediante el apoyo económico a grupos golpistas de derecha en Latinoamérica. Su fórmula —“libre empresa, gobierno limitado, libertad individual, valores estadounidenses tradicionales y una fuerte defensa nacional”— busca presentar el neoliberalismo como un proyecto utópico e incluso humanista, no solo para Estados Unidos, sino para el mundo. Qué tan cerca o lejos están los países de ese “estado ideal” lo define supuestamente el ranking mundial de libertad económica que cada año publica la Heritage junto con The Wall Street Journal .
Conceptos como “libre empresa”, “libertad económica” y “libertad individual” proliferan en su discurso porque apelan al sentido común de las personas. ¿Quién podría oponerse al valor de la libertad? Lo que hace la Heritage es convertir esta palabra, aprovechando el aval de su tradición asociada a la justicia social, en un significante vacío, listo para ser cargado con cualquier contenido. Esta manipulación retórica se observa en otros conceptos aparentemente loables.
Friedrich A. Hayek, premio Nobel, defensor del neoliberalismo y uno de los fundadores de la Mont Pelerin Society —que inspiró la creación de varios think tanks después de la Segunda Guerra—, utilizó esta misma estrategia en su discurso “Los fundamentos éticos de una sociedad libre”, pronunciado durante un ciclo de conferencias en Santiago de Chile —y no sobra recordar: en el Chile de 1981—. Hayek atribuía la civilización a “la evolución de la propiedad, de los contratos, de la libertad de sentimiento con respecto a lo que pertenece a cada uno, lo que se transformó en la base de la civilización”. Igual que con “libertad”, la palabra “civilización” en este discurso se convierte en una armadura para revestir un contenido ideológico tendencioso.
Hayek va aún más lejos: para él, “la evolución de una tradición moral” que hizo posible una “sociedad extendida” requirió la represión de lo que considera “dos instintos primitivos” que deberíamos erradicar de “nuestras vidas profesionales”: “la solidaridad y el altruismo”. Según Hayek, estos valores se asocian con un estado semianimal de las sociedades pequeñas, un estadio que la humanidad debe superar. En su lugar, propone una nueva moral inspirada en la “moral comercial”, basada en la honestidad, que para él significa “el respeto por los contratos y la propiedad”. Así, la civilización es, en palabras de Hayek, una “domesticación del salvaje” que aún no comprende que la prioridad de la existencia son los tratos comerciales.
Más allá de las críticas que podríamos hacer a Hayek, lo que resulta llamativo es que hoy, justo en este momento histórico, estamos presenciando un creciente desprestigio de la idea de justicia social, esa que él redujo a una moral simplona de “solidaridad y altruismo”. ”. Con gobiernos como el de Milei, entonces, parece que nos estamos “civilizando”.
Sin embargo, esta postura no se limita al discurso de los think tanks , generalmente asociados a la derecha, sino que también se encuentra infiltrada en la universidad actual y de la manera en que funcionan sus llamados “centros de pensamiento”. Así como Hayek desestimó la posibilidad de una distribución más equitativa de la “riqueza existente” tachándola de una ilusión infantil incompatible con las reglas del mercado, las universidades y algunos académicos parecen haber abandonado la expectativa de una educación igualitaria.
En la moral del mercado, competir para “obtener recursos” es un imperativo, y ser merecedor de la formación depende de esa competencia. En palabras de Hayek, el éxito radica en poder “llevarse el botín”, mientras que el fracaso es la incapacidad de generar riqueza. Las universidades, atrapadas en esta misma carrera por financiamiento, han asumido el deber de vigilar a sus competidores. Para evaluar a sus centros de pensamiento, instituciones como la Universidad Nacional de Colombia recurren a “indicadores” de medición: “el número de actividades realizadas”, “el número de participantes” que asistieron a estas, “el número de acciones de ejecución de los proyectos”... Toda esta información cuantificable sirve como medida de si se es o no “excelente”.
En principio, no podríamos equiparar un think tank con los centros de pensamiento universitarios, que suelen considerarse ajenos a todo pasado belicistas y defensoras del humanismo. Sin embargo, think tank no es solo un nombre, sino una metáfora precisa de la estrategia retórica de las instituciones que se agrupan bajo esa denominación: introducir el pensamiento reaccionario, el arma para restaurar el poder de una élite, en el brillante armazón de las ideas altruistas.
Cuando pensamos en los centros de pensamiento universitarios de hoy, ni siquiera podemos evocar una imagen clara: parecen flotar sobre las ruinas de una universidad que ya no construye nada. A diferencia del campus, con su infraestructura y paisaje, el centro de pensamiento no ocupa un espacio; existe únicamente por su información, por aquello de ella que es medible y cotizable. Su estrategia retórica, que busca legitimar la excelencia (es decir, la meritocracia) a través de la hiperabstracción de los indicadores, es incapaz de plasmarse en una metáfora. En su lugar, lo que encontramos es la naturaleza fantasmal de las cifras, el mercado y la especulación.
Nota: Este texto hace parte del proyecto Misión Ciencias Humanas, que busca orientar la formulación participativa de una política pública que revalorice las humanidades y las ciencias sociales en Colombia.